La calle estaba llena de personas. Todas pedían una cosa. La
pedían a los gritos, vehementemente, con ganas, como se piden las cosas
realmente importantes.
Llovía y hacía frío. No importaba. Todos estábamos
concentrados en nuestro pedido. A medida que pasaba el tiempo llegaba más gente. Ya éramos una multitud.
Una gran multitud.
Nuestros gritos eran en muchas lenguas. Cada uno gritaba en
su idioma. Sólo reconocí algunos pocos.
La gente seguía llegando. Algunos venían de cerca, de los
edificios y casas lindas, de una vida cómoda. Otros, de más lejos, de las zonas
rurales, de casas pobres y vidas muy sacrificadas.
Cada vez más gente. Cada vez más gritos. Cada vez más
impotencia. Grité. Mucho y con todas mis fuerzas. De pronto, como por un mandato,
al unísono, callamos, expectantes.
Lo único que escuché fue el sonido de un trompeta con una
fuerza imperial, traída de otro tiempo, o de ninguno. Era la señal que
esperábamos.
Lo que tanto tiempo pedimos, rogamos, suplicamos, estaba
aconteciendo: ¡Él apareció!
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