martes, 1 de enero de 2013

Rosita



-          Nadie me preguntó. Nadie me dijo cómo sería ni lo que podía perder siendo una nena. Nadie me preguntó.
Rezongaba mentalmente mientras su madre meneaba la cabeza diciendo en voz baja “¿qué hago con esta chica?… se la pasa jugando a la pelota y viene mugrienta. ¿Qué hago con vos, Rosita?”
Y cada vez que decía su nombre la nena lo odiaba más. Nunca le había gustado “Rosa”, pero era mejor que el otro nombre que ella no quería usar, aunque la maestra se empeñara en hacerlo.

-          La culpa es de tu padre que te sienta  a ver los partidos de San Lorenzo con él. Y, por si fuera poco, los viernes, boxeo. ¡Al final, te está haciendo marimacho! ¡Así no puedo criarte como una nena!

Y Rosita no quería ni mirar más arriba del cordón de sus Flecha roñosas y rotas. Siempre la hacía sentir mal que su mamá le hablara así. Pero la invitaban a jugar y a ella le gustaba. Los chicos de la cuadra no tenían problema de jugar con ella como si fuera un pibe más.
Sus diez años le habían enseñado que si jugaban en el baldío tenía que usar pantalón largo, porque las hormigas se les subían si usaba pollera. Porque también había jugado con pollera, pero tenía que cuidarse demasiado. Las rodillas quedaban muy expuestas y siempre la delataban los lastimados que le quedaban.  Esos que su madre le reprochaba cada vez que veía las cicatrices, que no eran pocas.
Rosita era de las más bajitas en su grado. Siempre se formaba segunda, a lo sumo, tercera en la fila para entrar a clases. Y se tenía que portar bien porque las maestras la veían enseguida.
En la Escuela “Alte. Brown”, se portaba bien. No tenía problemas con nadie. Si a las Señoritas les gustaba que cantaba fuerte las Marchas que se entonaban para salir de clases en el turno mañana. Se había aprendido todas las Marchas Patrias antes de los diez años, sólo por pasar por varias escuelas.
Es que cada Escuela tenía su Marcha favorita. Y Rosita iba por la cuarta Escuela ya que su familia se mudaba casi una vez por año. Para ella era normal, a estas alturas, tener siempre compañeros nuevos.
Y por supuesto, se renovaba el muchacho que le gustaba. Como ahora, que le gustaba Miguel Ángel, de su grado. Y era la primera vez que el chico que le gustaba, además era su amigo. Justamente, uno de los que jugaba a la pelota con ella en las tardes.
Por eso no podía dejar de jugar. ¡Si ahí compartía muchas cosas con Miguel Ángel! Pero no podía contarle eso a su mamá. Ella no entendería.
Y en este mes de marzo, con el frío que empezaba a sentirse en Punta Alta,(ahí, al sur de la provincia de Buenos Aires), las polleras que Rosita usaba obligada, mostraban los partidos jugados.
Marzo vino con ganas, con frío y con muchos amigos del barrio. Pero las cosas cambiaron en abril.
Su papá había preparado un bolso el 31 de marzo. Lo habían llamado sus superiores y debía presentarse en forma rápida. Con un beso se despidió de todos en su casa y se fue a navegar. Era normal que cada tres o cuatro meses, la Armada lo llamara. Pero la urgencia de esta ocasión dejó una extraña sensación.
El viernes 2 de abril, Rosita se levantó sola, como siempre,  y se preparó la taza de mate cocido habitual en el desayuno. Prendió la radio en la cocina y se sentó para beberla. La música estridente de la radio a las 7 y media de la mañana la estremeció. Reconoció la Marcha militar que sonaba.  No era de las que se cantaba en la Escuela. Era de las que sonaban en los desfiles militares en su ciudad en cada uno de los Actos. Era una Marcha de triunfo. Pero ¿qué había pasado?
Aunque tenía diez años, entendió cada palabra del Comunicado oficial que leía el locutor de la radio LU2. Entendió las palabras “recuperación de Malvinas”, “adversario”, “operación militar”. Y entendió que su papá estaba allí, en el Sur, en las Islas.
Despertó a su madre y le contó las novedades. Los festejos comenzaron entonces en su casa y ella no entendió mucho.
Cuando finalmente salió a la Escuela encontró a la gente alborozada en las calles. Y tampoco entendió. Eran sus vecinos, junto con su papá, los que estaban en Malvinas. Durante el día no pudo dejar de pensar, tratando de entender qué era esto de la Guerra de Malvinas.
Hacia el anochecer, miró en blanco y negro, el discurso del Presidente. Y siguió sin comprender.
Durante esas tardes, no tuvo ganas de jugar al fútbol. Todo estaba revolucionado. Sus vecinos, que también eran de familias militares, demostraban su patriotismo poniendo banderas en los frentes de las casas. Las escarapelas se usaban todos los días. Y en la Escuela ahora cantaban la Marcha de las Malvinas a la salida.
Uno de esos días, volviendo a su casa con Miguel Ángel, vio una pizarra que decía: “Aquí tejemos para nuestros soldados” y decía el horario en que las voluntarias podían ir. Es que todos querían ayudar a los combatientes. Se juntaban chocolates en las escuelas para enviarlos a Malvinas, junto a cartas de ánimo que todos escribían. Y la idea de que los soldados pasaban frío era insoportable para estas señoras mayores que querían enviar abrigo para cualquier soldado.
Así que, esa tarde, cuando los chicos de la cuadra la fueron a buscar para jugar a la pelota, Rosita les dijo que no podía porque tenía que ir a otro lado. Y no mintió porque esa tarde se encontró en la casa de una anciana, junto a otras señoras para que le enseñaran a tejer.
Ese día, Rosita comenzó a tejer para los soldados con la esperanza de que alguno de los abrigos pudiera ser usado por su papá, allá en el Sur.