Lo recuerdo, a cuadros verde y blanco. Nos acompañó cada vez
que ella nos recibía. No era lujoso, para nada. Era de algodón, para hacer
juego con la humildad del hogar.
El mantel cubría una mesa grande, larga, maciza y oscura. En
él bebí el mate cocido más rico del mundo.
Todavía recuerdo el aroma a yerba, y a otras yerbas que ella
cultivaba en el patio. A veces, el
mantel cubría el pan el proceso de leudado que se amasaba en la enorme
batea. Las manos de mi abuela lo preparaban
y lo devorábamos caliente, con otros niños, mis primos. En una de las paredes,
estaba el altar con los santos que nos vigilaban para no hacer travesuras.
A veces el mantel tenía olor a limpio. La abuela lo lavaba a
mano, con jabón en barra y lo ponía al sol para blanquearlo.
En ese mantel también la vi tomar mate sola. Su yerbero era
de madera oscura. Lo habían confeccionado presos de alguna cárcel. Tuvo ese
yerbero por más de cincuenta años.
Ya no veo a ese mantel. Y lo extraño. No hay olor a limpio. No hay mesa enorme ni yerbero de madera. No hay travesuras ni santos vigilantes. Ya no hay mate cocido con yuyos ni pan amasado. No hay abuela Rosario. Y yo ya no soy yo.
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